1. Un simple recibo, que si bien, como regla general no posee formalidad alguna, la doctrina y jurisprudencia mayoritaria entiende que debe celebrarse por escrito ya que de otro modo se desdibuja su eficacia y su validez como instrumento probatorio.
2. Cabe aquí insistir, sobre el principio de libertad de formas plasmado en el artículo 1020 CC aplicable al caso, como también en el artículo 284 CCCN. A la luz de dicho principio, la expresión manuscrita referenciada más arriba («finalización del saldo…») cumple suficientemente las condiciones mínimas que puede exigirse a un texto para asignarle el significado atribuido por la parte actora; es decir, como constancia de recepción del saldo cancelatorio.
3. El requisito del doble ejemplar instituido por el art. 1021 CC, de un lado, juega en los actos jurídicos «perfectamente bilaterales» y el acto jurídico del pago, al menos para una parte de la doctrina constituiría un acto jurídico unilateral. Por lo demás, la exigencia del doble ejemplar no constituye un requisito absoluto, como sí lo es la firma, dado que la falta de tantos ejemplares como partes con un interés distinto hubiera en el acto puede suplirse mediante otras pruebas que demuestren que el acto fue concluido de manera definitiva, como lo dispone el art. 1023 del Cód. Civil.
4. En cualquier caso: «Entre las partes, el recibo tiene pleno valor, sea hecho por instrumento público o privado. La circunstancia de encontrarse el recibo en poder del deudor […] hace presumir la realización del pago» (Borda, Guillermo A., Tratado de Derecho Civil, Obligaciones, op. cit., p. 513).
5. El documento aportado por la demandante sirve como recibo de pago cancelatorio, extintivo de su obligación. Son varias las razones que contribuyen a arribar a esta conclusión:
(i) En primer lugar, se trata de una forma o expresión escrita y firmada, generadora de un instrumento privado. No juega en contra de su eficacia el asiento donde dicha expresión fue plasmada: fotocopias del boleto de compraventa que vincula a las partes; más bien de tal modo se vincula dicha declaración de voluntad posterior con el contrato originario.
(ii) En cualquier caso, habiendo escritura manual inserta allí y, debajo, firmas de la actora y del codemandado, hay instrumento privado en los términos de la legislación civil vigente entonces (art. 1012 CC), como también de la que entró en vigencia posteriormente (véase art. 286 CCCN que establece, entre otras posibilidades, que la expresión escrita puede tener lugar por instrumentos particulares firmados y que puede hacerse constar en cualquier soporte; v. también las definiciones contenidas en los artículos siguientes, particularmente el art. 288 según el cual «La firma prueba la autoría de la declaración de voluntad expresada en el texto al cual corresponde.»).
La experiencia muestra que en no pocas ocasiones las partes de un contrato, ya por falta de asesoramiento técnico jurídico, ya por existir confianza recíproca, ya por actuar con cierta desaprensión u otros motivos posibles, omiten documentar sus declaraciones de voluntad y los actos llevados a cabo en el marco de la ejecución del contrato, o bien, en todo caso, lo hacen pero utilizando frases o expresiones más propias del uso común del idioma que del lenguaje técnico, generando ciertas dudas, ambigüedades u otras especies de dificultades interpretativas sobre el sentido de las mismas. A veces con mala fe por parte de alguna de ellas, otras a raíz de un equívoco común. Se afirma así que «Muchas veces se emplean impropiamente ciertos términos por ignorancia, a veces común, de su significado jurídico» (Borda, Guillermo A., Tratado de Derecho Civil, Parte General, op. cit., p. 143).
Y es por ello que, para evitar que en este tipo de situaciones puedan existir abusos o aprovechamientos por la parte mejor asesorada o más informada en desmedro de la otra, el viejo artículo 217 del Cód. de Comercio (aplicable al ámbito civil como las demás pautas de interpretación previstas en dicho Cuerpo ante la ausencia de otras análogas en el velezano), establecía que: «Las palabras de los contratos y convenciones deben entenderse en el sentido que les da el uso general, aunque el obligado pretenda que las ha entendido de otro modo». En otros términos, el autor recién citado (con remisión a la obra de Erich Danz «Interpretación de los negocios jurídicos») predica que las declaraciones de voluntad deben interpretarse con «criterio de profano», vale decir, como lo haría una persona razonable que no sabe de leyes pero sí de la vida y conoce la manera usual de obrar de la gente en cierto círculo o cierto lugar.
Entonces, aunque la expresión «finalización del saldo» no es la más conveniente si nos ceñimos ciegamente al significado técnico-jurídico de las palabras, desde aquella perspectiva hermenéutica parece indicar la cancelación del saldo por parte del deudor. Cabe preguntarse qué otro sentido podría tener una fórmula semejante para el común de la gente, sino el de reflejar que se ha cancelado el saldo.
(iii) Recurriendo otra vez a los usos y costumbres en el tráfico, cabe decir que no es algo infrecuente, sobre todo en un pasado no tan lejano, la práctica de asentar manualmente en el propio soporte del contrato constancias del cumplimiento de ciertos efectos vinculados al mismo, como el de los pagos o las entregas que se van realizando con posterioridad a la celebración. Aunque tal vez no sea la forma más conveniente a los fines probatorios, es un hecho que en no pocas ocasiones las partes operan de tal modo.
(iv) Debe decirse también -ingresando con ello en razones de mayor peso que las anteriores, que el recibo, como instrumento escrito emanado del acreedor en el que consta la recepción del pago, puede ser extendido con arreglo al principio de libertad de forma (v. Alterini, Atilio A. , Ameal, Oscar J. y Lopez Cabana, Roberto M., Curso de obligaciones, T. I, 4ta. ed. 1ra. reimp., Abeledo-Perrot, Bs. As., 1990, p. 139), lo que implica que no se exige, en principio, más formalidad que la firma del acreedor y la referencia al destino del pago, sin otras exigencias sacramentales.
6. La discusión central en autos recayó sobre si se produjo el pago del saldo del precio pactado en abril de 2012, cuando no regía aún el nuevo Código Civil y Comercial. Tratándose dicho acto jurídico de pago (en la hipótesis de considerarse que existió, cuestión que se analizará más adelante) de una «consecuencia consumada» o, lo que es igual, de un «efecto producido» de la relación jurídica existente, por imperio del artículo 7 del CCCN (antes, del art. 3 CC) quedó captado por el derecho vigente al momento en que se produjo el consumo jurídico, esto es, por el vigente en abril de 2012. Aplicar el CCCN a los aspectos sustanciales del referido hecho como se hizo en la sentencia, implica ni más ni menos que otorgarle a este nuevo cuerpo normativo un efecto retroactivo que, vedado por el principio de irretroactividad (v. art. 7 2do. párrafo CCCN), no contiene en él una excepción expresa que pudiese convalidarlo. El efecto inmediato de la nueva ley, en lo que refiere a las relaciones y situaciones jurídicas in fieri, existentes o en curso de ejecución, alcanza exclusivamente a sus efectos o consecuencias no agotados o no producidos al momento de su entrada en vigencia. Con mayor especificidad todavía debe ser resaltado que la forma del acto jurídico constituye un elemento esencial del mismo (junto al sujeto, el objeto y la causa) y, como tal, integra el acto constitutivo o en otras palabras se trata de un aspecto constitutivo de la relación jurídica, razón por la cual se rige por el derecho vigente al momento de la celebración del acto (v. en esta dirección Kemelmajer de Carlucci, Aída, La aplicación del Código Civil y Comercial a las relaciones y situaciones jurídicas existentes, Santa Fe, Rubinzal Culzoni, 2015, p. 130). Ahora bien, se hace necesario formular ciertas precisiones que en cierto modo relativizan la gravedad del defecto aludido:
(i) No ha habido con la sanción del nuevo Código cambios de relevancia en lo que refiere a la temática involucrada en la contienda (pago, su prueba, formalidades, presunciones), por lo que la solución del litigio no depende estrictamente de cuáles normas de uno u otro cuerpo normativo sean aplicadas.
(ii) La captación del caso por el viejo régimen normativo que postulo no es absoluta, en tanto cabe dejar a salvo el posible acudimiento a normas de naturaleza procesal contenidas en el nuevo Código que podrían resultar aplicables en función de su efecto inmediato en los procesos en trámite, con la limitación, desde luego, en el principio de preclusión. Es que las nuevas normas de «naturaleza procesal», por principio arraigado en doctrina y jurisprudencia, son aplicables de inmediato a los procesos en trámite, en tanto y en cuanto no se prive de validez a los actos procesales cumplidos, ni se deje sin efecto lo actuado de conformidad con las leyes anteriores (v. Kemelmajer de Carlucci, op. cit., p. 110, con cita de un precedente de la CSJN, 07.02.06, LL 2006-E-313; Saux, Edgardo I., Ley aplicable al juzgamiento de la responsabilidad civil por hechos ilícitos acaecidos durante la vigencia del Código derogado, LL 2015-F, 521 y ss.; Junyent Bas, Francisco, El derecho transitorio A propósito del artículo 7 del Código Civil y Comercial, en diario La Ley del 27/04/15, p. 3, y trabajos propios, El derecho transitorio en materia de responsabilidad civil, en Revista de Responsabilidad y Seguros, La Ley, 2016, Nº 7, y Las recientes modificaciones en materia de caducidad de la instancia y de declaratoria de pobreza. La ley santafesina 13.615 y sus efectos con relación al tiempo, en Rubinzal Culzoni on line, 22/02/17, RC D 239/2017). En esta dirección sostuvo la Corte Suprema de Justicia de la Nación que: «[…] las normas procesales (en particular, las que regulan los procedimientos y las competencias), en principio, son de orden público, y por ende, aun en caso de silencio de ellas, se aplican a las causas pendientes» (CSJN, 16/04/91, ED 143-121, con nota de Germán Bidart Campos).
(iii) Por lo demás, no puede omitirse considerar que el derecho contenido en el nuevo Código constituye pauta hermenéutica orientadora de las soluciones a adoptarse en nuestros días. Se ha afirmado así que el CCCN constituye doctrina interpretativa del régimen derogado (CCCAzul, sala II, 17/10/17, elDial.com, AAA2D2), o ya (genéricamente, aludiendo a la relevancia de los cambios normativos) argumento de autoridad, al considerarse que las normas actuales constituyen valiosas herramientas de interpretación (Moisset de Espanes, Luis Tinti, Guillermo P., El artículo agregado a la fianza en las locaciones. Primera aproximación, Zeus, T. 90, D-141). La Comisión Redactora del nuevo Cuerpo normativo en los Fundamentos del Anteproyecto ha dejado sentada esta función de pauta orientadora para la interpretación y aplicación del Derecho, asignada al CCCN.
(iv) En suma, por aplicación estricta del art. 7 CCCN el caso queda captado en sus aspectos sustanciales por las normas contenidas en el Código Civil derogado, con las salvedades recién formuladas, existiendo un primer yerro -aunque no mayormente dirimente, por lo ya dicho- en la sentencia en crisis.
7. El viejo artículo 217 del Cód. de Comercio (aplicable al ámbito civil como las demás pautas de interpretación previstas en dicho Cuerpo ante la ausencia de otras análogas en el velezano), establecía que: «Las palabras de los contratos y convenciones deben entenderse en el sentido que les da el uso general, aunque el obligado pretenda que las ha entendido de otro modo». En otros términos, el autor recién citado (con remisión a la obra de Erich Danz «Interpretación de los negocios jurídicos») predica que las declaraciones de voluntad deben interpretarse con «criterio de profano», vale decir, como lo haría una persona razonable que no sabe de leyes pero sí de la vida y conoce la manera usual de obrar de la gente en cierto círculo o cierto lugar. Entonces, aunque la expresión «finalización del saldo» no es la más conveniente si nos ceñimos ciegamente al significado técnico-jurídico de las palabras, desde aquella perspectiva hermenéutica parece indicar la cancelación del saldo por parte del deudor. Cabe preguntarse qué otro sentido podría tener una fórmula semejante para el común de la gente, sino el de reflejar que se ha cancelado el saldo.
8. La carga de la prueba del pago pesaba sobre la actora, que lo invocó para justificar su pretensión de escrituración.
9. El pago puede probarse sin restricción legal alguna, lo que significa que se admite cualquier medio de prueba para su acreditación. Y si se trata de un recibo, aunque conviene que especifique con la mayor claridad posible no sólo la suma o cosa pagada sino también la deuda que se paga, la fecha, etc., el mismo carece de toda exigencia formal (Borda, Guillermo A., Tratado de Derecho Civil Argentino, Obligaciones, op. cit., pp. 512-513).
10. En síntesis, a partir del reconocimiento de firma producido a fs. 177 y vta. quedó en cabeza de la parte accionada -que formuló desde un inicio oposición al progreso de la demanda de escrituración-, es decir, de Jorge Morando, la carga de la prueba de la adulteración, falsedad o estafa denunciada en algunos tramos del proceso. Al no haber promovido éste último una querella de redargución de falsedad y obtenido un resultado exitoso o ya siquiera haber producido prueba en contrario de la veracidad del contenido del instrumento, se mantiene incólume en autos la manda contenida en los artículos 1028 CC y 314 CCCN y no cabe sino concluir en que ha quedado reconocido el instrumento privado en su totalidad.
11. La regla del favor debitoris, como es una obviedad, se instituye en favor del deudor. Y en el caso, donde lo que se analizaba centralmente era el cumplimiento por parte de la actora de su obligación de pago total del precio, el rol de deudor recaía sobre esta última y no sobre los accionados acreedores del pago del precio, como erróneamente consideró el a quo.
12. Podría juzgarse aplicable la máxima de que «quien paga mal paga dos veces» porque el pago a un tercero ajeno y no habilitado para recibirlo es inoponible al acreedor (v. Alterini, op. cit., p. 115). Y así podría considerarse inválido el pago en cuestión, al menos en lo que refiere a las partes proporcionales de los restantes vendedores no intervinientes en el acto. Si así no fuera, esto es, si se juzgara que nos hallamos en presencia de un «pago a tercero no autorizado», la solución sería la misma porque se configurarían las excepciones a su inoponibilidad. Es que por una parte, los restantes acreedores se han expresado satisfechos, conforme su contestación de la demanda, no esgrimiento ni formulando reclamaciones sobre saldo alguno. De tal modo que puede considerarse configurada «la utilidad del acreedor» que preveía el art. 733 CC, como aplicación del principio que veda el enriquecimiento sin causa (v. Alterini, op. cit., pp. 115 y 116). Es que dicha «satisfacción» de los restantes acreedores no sería compatible con un perjuicio derivado del pago a Jorge Morando, y por lo tanto no sería atendible un reclamo posterior relativo a sus porciones indivisas sobre el crédito. Y en mayor medida, se operaría la excepción prevista (también) en el art. 733 CC en tanto establece que el pago a un tercero no autorizado vale también «en el todo si el acreedor lo ratificase», pudiendo razonablemente inferirse dicha ratificación de los términos de la contestación de la demanda de Pedro Morando y Pura R. Flores de Morando, cuando manifiestan su ajenidad respecto a la discusión relativa al pago, poniéndose a disposición para otorgar la escritura traslativa de dominio.
13. Por imperio del artículo 1028 CC (o ya del similar artículo 314 CCCN), el reconocimiento de la firma importa el reconocimiento del cuerpo del instrumento privado. «El reconocimiento de la firma lleva como consecuencia que todo el cuerpo del documento queda reconocido (art. 1028 C. Civil); a partir de ese momento, el instrumento privado tiene el mismo valor probatorio del instrumento público entre las partes y sus sucesores universales» (BORDA, Guillermo A., Tratado de Derecho Civil Argentino, Parte General, t. II, 6ta. ed. act., Perrot, Bs. As., 1976, p. 176) . Y es por ello, agrega el mismo autor, que hace plena fe hasta la querella de falsedad, en cuanto a su contenido material; sólo por esa vía podría pretenderse que el documento ha sido lavado, adulterado o falsificado (Ibídem). En igual sentido ha sido dicho que: «El instrumento privado reconocido judicialmente, o declarado debidamente reconocido tiene el mismo valor que el instrumento público, entre quienes lo han suscripto y sus sucesores: hace plena fe hasta la querella de falsedad, en cuanto a su contenido material y en cuanto al hecho de haber sido escritas las declaraciones que contienen» (CCCRos., sala 4ta. 06/10/98, Zeus, t. 80, J-142). Y también que: «Establecida la autenticidad del documento privado […] tiene el mismo valor que una escritura pública respecto de quienes lo suscribieron o crearon […] Por consiguiente, hace plena fe entre las partes y sus causahabientes a título universal o singular, mientras no se pruebe lo contrario» (Devis Echandia, Hernando, Compendio de pruebas judiciales, T. II, Rubinzal Culzoni, Santa Fe, 1984, pp. 270-271).
14. El reconocimiento de la firma de un documento implica el reconocimiento de su contenido (CC, art. 1028), salvo prueba en contra, que tiene a su cargo quien invoca su falsedad (CCCLRaf., 24/12/97, Zeus, t. 76, R-28, destacado en cursiva propio). En doctrina, se ha dicho también que: «El artículo 1028 establece que reconocida la firma judicialmente el cuerpo del documento queda reconocido también. Es decir que el reconocimiento genera una presunción de reconocimiento del contenido. […] una vez reconocida la firma es irrelevante el desconocimiento del contenido del documento, salvo que se pruebe el abuso de firma en blanco o la adulteración del mismo, pues es una suerte de confesión y como tal indivisible» (Fissore, Diego, su comentario a los arts. 1026 a 1033 CC en Rivera, Julio C. y Medina, Graciela [Dirs.], Código Civil comentado, Hechos y actos jurídicos, Rubinzal Culzoni, Santa Fe, 2007, p. 676; lo destacado en cursiva es propio).
15. Por si no bastaran estas referencias, cabe retornar a Borda quien, como ya se ha dicho, entiende que es necesario promover una querella de redargución de falsedad para impugnar la fuerza probatoria que adquiere el instrumento privado entre partes luego del reconocimiento de firma, cuando se esgrime (como lo ha hecho aquí el codemandado Jorge D. Morando) que el documento ha sido lavado, adulterado o falsificado. Incluso si la impugnación fuese de menor calibre refiriendo sólo a la sinceridad de las manifestaciones contenidas en el instrumento, sostiene el autor citado que las mismas «hacen fe hasta simple prueba en contrario; en efecto, si en el documento se declara haber percibido una suma de dinero […] el interesado podría demostrar por contradocumento o por otra clase de pruebas, según los casos, que esas manifestaciones no son verdaderas» (Borda, Guillermo A., Tratado de Derecho Civil, Parte General, op. cit., p. 176). En síntesis, a partir del reconocimiento de firma producido a fs. 177 y vta. quedó en cabeza de la parte accionada -que formuló desde un inicio oposición al progreso de la demanda de escrituración-, es decir, de Jorge Morando, la carga de la prueba de la adulteración, falsedad o estafa denunciada en algunos tramos del proceso. Al no haber promovido éste último una querella de redargución de falsedad y obtenido un resultado exitoso o ya siquiera haber producido prueba en contrario de la veracidad del contenido del instrumento, se mantiene incólume en autos la manda contenida en los artículos 1028 CC y 314 CCCN y no cabe sino concluir en que ha quedado reconocido el instrumento privado en su totalidad.
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