Desde los inicios del sistema Interamericano, la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, aprobada en 1948, ha reivindicado los derechos de las personas con discapacidad, específicamente en el artículo XVI según el cual: “Toda persona tiene derecho a la seguridad social que la proteja contra las consecuencias de la desocupación, de la vejez y de la incapacidad que, proveniente de cualquier causa ajena a su voluntad, la imposibilite física o mentalmente para obtener los medios de subsistencia”.
Por su parte, el Protocolo Adicional a la Convención Americana en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales -”Protocolo de San Salvador”, establece que: “toda persona afectada por una disminución de sus capacidades físicas o mentales tiene derecho a recibir una atención especial con el fin de alcanzar el máximo desarrollo de su personalidad…” (artículo 18).
En 1999 se aprobó la Convención Interamericana para la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra las Personas con Discapacidad, en la que los Estados parte reafirman “que las personas con discapacidad tienen los mismos derechos humanos y libertades fundamentales que otras personas; y que estos derechos, incluido el de no verse sometidos a discriminación fundamentada en la discapacidad, dimanan de la dignidad y la igualdad que son inherentes a todo ser humano”.
Cabe también tener en cuenta el “Programa de Acción para el Decenio de las Américas por los Derechos y la Dignidad de las Personas con Discapacidad”, entre cuyos objetivos se cita el de “Promover la inclusión laboral plena, digna, productiva y remunerativa de las personas con discapacidad, ya sea dependiente o independiente, tanto en los sectores público y privado, utilizando como base la formación técnica y profesional, así como la igualdad de oportunidades de trabajo…”.
Finalmente, en el año 2008 se aprobó, en el sistema universal, la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, entre cuyos principios se destaca el respeto a la dignidad inherente y la autonomía individual; a la no discriminación; a la participación e inclusión plenas y efectivas en la sociedad; al respeto por la diferencia y la aceptación de las personas con discapacidad como parte de la diversidad y la condición humana.
De acuerdo a esta Convención, “los Estados parte reconocen el derecho de las personas con discapacidad a trabajar, en igualdad de condiciones con los demás; ello incluye el derecho a tener la oportunidad de ganarse la vida mediante un trabajo libremente elegido o aceptado en un mercado y un entorno laborales que sean abiertos, inclusivos y accesibles a las personas con discapacidad. Los Estados parte salvaguardarán y promoverán el ejercicio del derecho al trabajo, incluso para las personas que adquieran una discapacidad durante el empleo…” estipulándose, específicamente dentro de las medidas pertinentes que deben promover los Estados en el ámbito de “Trabajo y Empleo”, la de “emplear a personas con discapacidad en el Sector Público” (art. 27, inciso g). Ya en el ámbito nacional, se sancionó el régimen de “protección integral de las personas discapacitadas”, contenido en la ley 22.431, posteriormente, la ley 25.280, ratificatoria de la Convención Interamericana para la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra las Personas con Discapacidad y, finalmente, la ley 26.378, aprobatoria de la ya citada Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad y su Protocolo Facultativo.
Se trata de normativas que se inscriben en las atribuciones del Congreso nacional de proveer lo conducente al progreso, al bienestar general, al desarrollo humano con justicia social, como así también la de promover las medidas de acción positiva “que garanticen la igualdad real de oportunidades y de trato, y el pleno goce y ejercicio de los derechos reconocidos por esta Constitución y por los tratados internacionales vigentes sobre derechos humanos, en particular respecto de los niños, las mujeres, los ancianos y las personas con discapacidad” (artículo 75, incisos 18, 19 y 23, C.N.).
Por su parte, en el ámbito provincial, la ley 9325 instituyó un “sistema de protección integral de las personas discapacitadas, tendente al aseguramiento de su atención médica, educación y estímulo que permitan en lo posible neutralizar la desventaja que la discapacidad les provoca y les den la oportunidad, mediante su esfuerzo, de desempeñar en la comunidad un rol equivalente al que ejercen las personas normales” (artículo 1).
Ello se enmarca en el expreso reconocimiento constitucional a la eminente dignidad de la persona, como a la obligación de los órganos del poder público a respetarla y protegerla, removiendo “los obstáculos de orden económico y social que, limitando de hecho la igualdad y la libertad de los individuos, impidan el libre desarrollo de la persona humana y la efectiva participación de todos en la vida política, económica y social de la comunidad” (artículos 7, 8 y concordantes, Constitución de la Provincia).
Desde la vigencia de estas normas el Estado provincial se encuentra obligado a la ejecución de acciones positivas en la protección integral de las personas discapacitadas, que van más allá del mero reconocimiento formal de las desventajas que ello supone.
Pensemos por un momento que la ley 9325 fue sancionada en el mes de diciembre de 1983, y que desde que la recurrente formalizó los primeros planteos –a partir de 1994-, las autoridades provinciales no le dieron la debida respuesta, contrariando la finalidad protectoria del sistema.
Cabe subrayar que la ley 9325, entre sus disposiciones, obliga al Estado provincial, sus organismos descentralizados o autárquicos, sus empresas y los entes públicos no estatales, “a ocupar personas discapacitadas que reúnan condiciones de idoneidad para el cargo en proporción preferentemente no inferior al 4% de la totalidad de su personal” (artículo 8).
De este modo la Administración tiene asignado un rol fundamental, a la que el ordenamiento jurídico le manda la inclusión laboral, en su propio ámbito, de personas con discapacidad a través de cupos.
En este mismo sentido, el Alto Tribunal nacional ha venido señalando el especial miramiento en orden a la atención y asistencia integral de la discapacidad, poniendo énfasis en los compromisos asumidos por el Estado nacional en esta materia, lo que define y reconoce como aplicación de una política pública.
En las condiciones del caso, siendo que el Estado -en sus tres poderes- juega un papel fundamental en la inclusión laboral de las personas con discapacidad, y teniendo en cuenta los años que data la reclamación, exigirle a la recurrente una nueva comprobación de su discapacidad, y, en su caso, esperar un concurso –cuyo modo y fecha de llevarse a cabo ni siquiera se esboza- resulta, en el supuesto de autos, una formalidad más que excesiva
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